Química de los objetos

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Hay un desbordamiento en el arte de Carmen Calvo, una sobreabundancia, una jubilosa desmesura, un ir ávidamente de una cosa a otra, con la prisa del que tiene mucho que hacer y del que disfruta igual haciendo lo que había planeado que dejándose llevar por una nueva tarea que de repente lo seduce. Desde sus primeras obras de juventud, Carmen Calvo ha disfrutado con la multiplicación meticulosa de lo muy pequeño, con la transformación de lo accidental y lo superfluo en el oro de una forma lograda. Veo las fotos de su taller y me provocan casi el mismo mareo de abundancia que sentí desde el mismo momento en que entré en la exposición que tiene ahora en Madrid, en un edificio en el que verá ella reflejada su propia desmesura, con grandes arcos, columnas, bóvedas, balaustradas. El taller de Carmen Calvo parece envidiablemente en las fotos un almacén de trapería o chamarilería. El edificio de Antonio Palacios en el número 31 de la calle de Alcalá de Madrid es una basílica y una catedral en la que se celebra el culto a la acumulación de los objetos y a la química deslumbrante de sus combinaciones; y también el gran teatro donde se representa el itinerario de una vocación, de una biografía y una búsqueda que abarcan más de medio siglo de la contemporaneidad española: desde el tiempo de las mujeres con velos negros de luto y las niñas de comunión hasta el ahora mismo en el que todo lo que había empezado a ser sólido parece estar disolviéndose delante de nuestros ojos y a nuestro alrededor, incluidas las certezas sobre los valores del arte y su lugar en el mundo.

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